domingo, 30 de noviembre de 2008

Es la primera oportunidad en que la lluvia recibe al sol con una sonrisa, mis pocos años de invidente comienzan a ser bastantes para percibir en la piel la enorme brecha que el cielo abre en los atardeceres negros del invierno. Encuentro en las callosidades del pie un lamento sincero de la tierra y prolongo la huella hasta las cumbres donde el cansancio me trepa de espaldas sobre el verde.
La oruga del frío recorre los campos y dibuja autopistas que permanecen adheridas al alma, mis dedos las pululan constantemente sin descanso dominical y acaban deformando sus cauces. En la pleamar la olvidada luz de las salinas renace: un angosto alivio riega las sudorosas llagas.
Desde las enormes murallas naturales que rodean este perfumado valle resbala el viento aprisa, como en un tobogán, el rozamiento que produce sobre la pendiente va erizando las espinas que quedan a medio camino de la pus y de la sangre. Cuando las oblicuas alas de la mariposa recalan en el aire de la mañana resopla repetidas veces el pájaro cantor de las islas y arranca palabras de ánimo a la cordillera.
En la octava luna de las celebraciones la penumbra se hace en los eriales y un resignado principio de orfandad rasga los velos de la estación propicia, la brisa inquieta se adueña de los ventanucos y se va mezclando en su danza ritual con el alubión de estrellas que quiere acudir al entierro.

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