domingo, 30 de noviembre de 2008

Es la primera oportunidad en que la lluvia recibe al sol con una sonrisa, mis pocos años de invidente comienzan a ser bastantes para percibir en la piel la enorme brecha que el cielo abre en los atardeceres negros del invierno. Encuentro en las callosidades del pie un lamento sincero de la tierra y prolongo la huella hasta las cumbres donde el cansancio me trepa de espaldas sobre el verde.
La oruga del frío recorre los campos y dibuja autopistas que permanecen adheridas al alma, mis dedos las pululan constantemente sin descanso dominical y acaban deformando sus cauces. En la pleamar la olvidada luz de las salinas renace: un angosto alivio riega las sudorosas llagas.
Desde las enormes murallas naturales que rodean este perfumado valle resbala el viento aprisa, como en un tobogán, el rozamiento que produce sobre la pendiente va erizando las espinas que quedan a medio camino de la pus y de la sangre. Cuando las oblicuas alas de la mariposa recalan en el aire de la mañana resopla repetidas veces el pájaro cantor de las islas y arranca palabras de ánimo a la cordillera.
En la octava luna de las celebraciones la penumbra se hace en los eriales y un resignado principio de orfandad rasga los velos de la estación propicia, la brisa inquieta se adueña de los ventanucos y se va mezclando en su danza ritual con el alubión de estrellas que quiere acudir al entierro.
En la empolvada luz que la luna nos deja,
un vivo germen de una muerte prematura
se adentra en los umbrales y dinteles fríos,
luego dan paso a las alcobas del infierno.

Próspera negligencia abyecta de la infancia
que promulga el perdón divino de los justos
cuando las nubes bajas alcanzan el cielo
y detienen las llamas con sus azúcares.

Me regocijo en esta umbría pesadilla
como en la cruz sin clavos de aquesta pared
de piedra ya marcada por las cicatrices
que va dejando en el espíritu la duda.
...Y tras el campo abierto, una escalera de lujo al fondo, siempre, en las madrugadas, hay una escalera al fondo, que sube o baja de las tinieblas al bosque, con los rellanos acristalados, el pasamanos de marfil a la izquierda y unos peldaños demasiados estrechos.
Suspendidos entre los árboles, los lienzos oscilan sin el menor recato por las aristas de la noche en calma; del prolongado despliegue de los motivos saltará por fin la chispa que prenda en las hojas ya resecas y devuelva a la bóveda sus incendios primitivos.
La viscosidad transparente que abandona la cima con rutilante glamour de estrella calzará los cauces semiocultos en el follaje otoñal y, alrededor de su retorcido tronco de olivo, la esquinada geometría de los planos levantará la misma aureola fática que se pierde aprisa hacia los mares.
En el silente olvido de las sonrisas heladas que dibujan las aspas del reloj sobre las nubes duerme el gemido blanco de las sirenas. Le adorna, a contraluz, el vuelo asistido de la lechuza que llora, desconsolada, su temprana soledad de amor no correspondido.
Los aromas se acortan, se suprimen, la espinosa llanura de amapolas se desangra en los surcos recién abiertos de la tierra heráldica, la grave rigurosidad de los símbolos eleva cirios y estandartes, abomina de su pasado insalubre para desplegar sus encantos dormidos nada más amanecer en los trópicos.
De nuevo, la ingrata alegría que baña los acerados de escarcha que lame la aurora, se desmarca de su voz primera y acude al rescate de los barnizados ángulos de riesgo que desplazan, sobre ruedas, la estructura en madera más solemne de los sacrificios.
No me queda más remedio que claudicar y resignarme, otro año, a los avatares del temporal. Del escenario desapareció la casa y el trinar continuo de los pájaros: la longitud inesperada de los gestos otra vez agitará las ramas y el espesor verde de las copas mojará los algodones inodoros de esta alfombra que se mueve bajo mis pies.
Estas sombras que ocupan otras sombras
y se acomodan como huéspedes
que pasan y se quedan con un simple
saludo ameno de bienvenida,
este calor de cómplice indiscreto
sentado en la otoñal desidia que asoma
solemne por el entreabierto abrigo,
esto que me amortigua el llanto y los dolores
con la eficacia de un tranquilizante,
produce efectos secundarios:
mi perro rehusa el sol y sus salivas,
canta el canario sin parar
y hasta sonrío alegre cuando me besas.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Sobre la piel barnizada de las paredes no dejan de correr las lágrimas, se hizo la tarde compungida como un pastel abandonado y alargó su pena por las dependencias deshabitadas de la casa; se esfumaron sin efecto los fuegos fatuos invocados por el despecho y la ira, la canción amarga de los jilgueros ha quedado ahogada por los lamentos y sus ecos. La elocuencia abrumadora de otras voces desconocidas hace rechinar los muebles y, de vez en cuando, se oye una queja al unísono que se me antoja un reproche.
Te he mirado largamente, herida en alguna parte del pasado, como a un inesperado visitante matutino, las enquistadas muecas de sorpresa en el desayuno han pasado a decorar los marcos de madera de puertas y ventanas, el repentino temblor en los dedos de la mano se acopló como serpiente a los hules y manteles, a los visillos blancos que blindan, majestuosos, las monumentales horas de contemplación en éxtasis. Por aquel entonces, la leña trepidante de los olivos se unía en complot contra los inviernos.
En esta cosmogonía de la presencia y la memoria presiento una fuerza que domina las rotaciones, aumenta y disminuye velocidades y provoca intencionadamente choques. El alba desintegra, con su luz inmune, los cuerpos errantes que vagan y pululan alrededor de tu lecho, la aurora inmaculada destapa las miserias y los esqueletos pírricos de la concurrencia. Una danza macabra y maloliente se avecina inminente por las esquinas y los rincones de nuestra vida en pecado. La musical blasfemia que pronuciaré en última instancia prenderá como una tea en los interrogantes inquisitoriales y el soplo misterioso del universo avivará las llamas con su místico impulso.
He descorchado la botella del aniversario
sentado al gris y acompañado de fotografías,
no me he atrevido a eliminar el polvo que la cubre:
temo desabrigarte y que enfermes por mi culpa.

Se han agrietado, como campo sin lluvias, las copas
del borde mismo a la garganta ya hundida y reseca,
no, no han flotado las palabras alrededor del vino,
altura intacta de ojos en llama y nieve a la luz
insomne y trémula de los almanaques de santos.

La espiral de silencio ha elevado el corcho hasta la cima
y en un vertiginoso atropello de los sentidos
se ha derretido paulatinamente el iceberg:
en las orillas de mi piel agreste han recalado
las aguas nuevas, y el incienso que se extiende ahora
sobre la escena, se transforma de repente en prueba.

Aquí en este sacrílego momento yo te invoco
y derramo la sangre sobre nuestra mesa efímera
con la inteción absurda de sorberla con los labios
y proclamar solemne mi embriaguez en las iglesias
vociferando Amor tu nombre impío, y repartiendo
los cuerpos a los hombres en señal inequívoca
de resucitar a los placeres de la carne y el mundo.
Tengo frío. Ha llegado el invierno y con el cambio horario la soledad se agudiza en el vacío de las habitaciones. La larga cuerda del pensamiento se afloja y sufro la tentación de jugar a la comba con él en las desangeladas calles de la tarde huraña y húmeda.
Me ha sorprendido la marmorea noche sin cobertor de carne y hueso, desprovista de un aliento amigo al que acercar esta punta roja de la nariz cuando vuelvo helado del trabajo. Hoy, la ventanilla del autobús ha permanecido abierta como una herida de bala, nada más atravesar el umbral he sangrado desconsoladamente sobre la alfombra, metódica, geométricamente: la luz de la lámpara incendió las salas con sus sospechas, me enganché a las sombras como una quimera y entré en calor a medida que el agua caliente de la ducha penetraba por los poros.
¡Cómo golpean estos latidos del corazón la luna empañada del espejo donde me miro! El aire denso que protege la virginidad de los objetos cede palmo a palmo como un manso cordero que huele la madre. Indefensa, tiemblo como el azogue mientras me embadurno el alma y despierto con mis voces airadas los atormentados espíritus de la madrugada.
Abro los armarios pensando en otro tiempo, removiendo las conciencias de antaño con estas manos aceitosas, ¿dónde han ido a parar los forros y botones de estos trajes? Tengo que tirar todas las perchas de la casa y no dar cuerpo a espantapájaros sin vida, no hago más que escuchar pisadas de puntillas que van y vienen por los pasillos; tengo que agotar de una vez las pilas de este macabro juguete de la adolescencia; tengo que bajar y subir los postigos de las ventanas, correr visillos y cerrojos, soplar con fuerza a boca llena por los rincones, despedirme de esta compañía de teatro tan sórdida y comerciar y localizar a otra que ambiente sus historias en primavera.