domingo, 9 de agosto de 2009

Desvanecido vuelo bajo
sobre la aurora boreal
de una vida abierta en dos,

desvalido eco de lamentos,
pasiones y desgarros grises
de la memoria rota y vil,

así hallé en esta noche blanca
de luz de plata y cobre
esta página amarillenta
donde nací cadáver áspero.

Dedicado Luisa Arellano y a http://twitter.com/nenavanidosa

jueves, 25 de diciembre de 2008

Enero vuelve como río
de alta montaña en primavera,
más caudaloso y refulgente,
audaz y vivo en la mirada,
desnudo, largo y trepidante
como un idilio en pubertad.

Enero vuelve entre la líbido
y rebosante, y sensual,
repleto de húmedo verdor,
palpitaciones delirantes
y balbuceos de garganta.

Enero vuelve como siempre,
candoroso y pertinaz,
ávido de contactos fuertes
que permanecen en lujuria
tras la primera muerte efímera.

Enero, loor de amores nuevos,
canción cargada de alegría
cual paso urgente y necesario
que archiva en la memoria ajada
su gris imagen seductora.
En el bolsillo izquierdo del pantalón de pana he guardado siempre la pequeña llave del apartado de correos. Un día escaparé de esta habitación y abriré las puertas que se me cerraron en el pasado. Si espero a que me crezcan las piernas y las uñas de los dedos podré alcanzar mis zapatillas con toda seguridad y garantía. En el hábito de mi memoria encuentro las alas que me llevan al jardín del parque, allí, entre los aromas de primavera, trazo sobre la tierra húmeda los garabatos secretos que me apartaron de amigos y familia.
No repares en mí cuando te vayas, camina, camina y no pares nunca: tú que puedes, regala tu resistencia al viento, ocupa los espacios que yo no puedo, canta por las esquinas la canción del impedido. Y si regresas a tu tierra algún día, cuenta que me conociste, que mi desnudez te sorprendió en los hoteles de medio mundo, que has abierto de par en par todas aquellas ventanas por donde yo miraba, que me has dejado visiblemente cansado y reducido en los albores de tu madurez.
En las estrecheces que el miedo fabrica para los cobardes, pegados a la pared como un papel azul turquesa, pululan otros recuerdos en franco retroceso frente a la vida, he perdido la batalla en los andenes, han ido saliendo, a su hora, puntuales, todos los trenes de la tarde, con sus niños a bordo, y sus madres de la mano, con sus ancianas dormitando y los cobradores de uniforme frente a las chicas jóvenes que viajan en fin de semana. No llego a tiempo, se me entretiene el taxi por las avenidas.
Pero algo extraño está ocurriendo hoy, el taxista me ha pedido que baje el cristal y mire, el aire es más denso, más penetrantes los olores, mi cavidad pulmonar se cierra aunque abro la boca al máximo, los límites de las imágenes desaparecen, las formas se diluyen, la respiración se para.
Este alazán purasangre, de crines de puñal y a galope tendido por la llanura me golpea las sienes con sus cascos, avanza sin frenos por los angostos pasillos que conducen al presente. Despierto y la arrugada pana del pantalón huele a orín, los bolsillos están vacíos, las deportivas rotas y no veo a nadie en muchos metros a la redonda.
Era niño y llovía mucho,
la humedad nos hirió los campos
y las hambres la propia estima,
de enfermedades contagiosas
se nos llenaron las escuelas,
los patios y los viejos sueños;
el llanto y las anginas rojas,
los mocos y la pus pajiza
nos dibujaban en el rostro
eléctricas sonrisas blancas
sabor amargo de acuarela.

Y desde las oblicuas tardes
de anaranjado sol pomelo
caían chispas de la fragua
como ojos de lechuza muerta.

Hablaba poco y meditaba
sobre la cumbre helada y libre
de los lúgubres campanarios
que ofrecía la iglesia amable,
pero a poco que el vuelo raso
continuara los ecos duros
de la infame conciencia gris,
mil llamaradas de colores
legitimaban el arcoiris
del firmamento anubarrado.

Y se hizo la tormenta negra,
como un presagio en libro abierto,
por enfriamiento prematuro
de la esperada pubertad.
La perspectiva engaña, en las imágenes no es el tamaño lo que importa más, la situación, los alrededores, los contactos, te definen más que tu propio nombre. Las capacidades, en el mundo cuentan las capacidades, de movimiento, de reflexión, de convocatoria. Y a pocos metros de casi todo, el espejo, el juicio: la torpeza, la calvicie, los granos, la celulitis, cada color asoma su relieve brusco, mientras alguien no para de almacenar luz y más luz para los espejos y los juicios: el alba, las antorchas, los telescopios se brindan como cuerpos del delito.
Y cuando tras el hombre llega el niño, éste va y descubre que en la caja oscura no había objetos, introduce sus dedos en el juguete y desaparece el encanto en un momento: ni el pájaro canta, ni se separan las aguas, ni todas las historias tienen un final. Mientras dura la niñez adviertes sorprendido lo que pasa: acabas de invitado forzoso en un museo del que te hablaron repetidas veces: a tu izquierda descubres la envidia, dama entrada en años y con atractivos afeites a la vista, a la derecha el nepotismo, robusto caballero de formas ágiles y recortadas, dos metros al fondo, la ignorancia deslumbra por la osadía con la que mira desde abajo, un paso adelante, me tapa casi por completo la belleza, no tiene sexo pero seduce por el desasosiego que deja en la curiosidad.
Si las persianas del universo bajasen hasta el suelo su lengua, en el salón de baile sólo reinaría la música, alguien daría cuerda a los relojes y los pasos estudiados de cien danzas distintas volverían a brillar de nuevo en la oscuridad. Desde sus asientos, los infantes agarrarán sus manos con fuerza y girarán en círculo hasta las lámparas del techo, allí soplarán mágicamente sobre las estrellas y entonces se iluminará la Tierra.
En el aroma de tu cuerpo
y en esa pulpa de uva negra
que besa el plato frío de la noche
encierra el universo su misterio.

Cuando al abrir tus párpados el cielo
revela en sus paneles la figura
del hacedor cainita y destructor
de encrucijadas y caminos,
la carne se destroza en las aristas
dividida en planos que los ángeles
le entregaron al hombre en sus comienzos.

Luego, la estirpe de los muertos,
en un combate desigual,
reclamará la hora en sus olores
extinguiéndose de la tierra al fin.

Y cuando al alba las estrellas
recojan la vajilla y los manteles
dejando sin su postre preferido
el gran séquito celestial,
pues serán convocados los océanos
ya con todos sus vientres submarinos
como abiertos de par en par
por los primeros rayos de sol,
y se habrá consumado entonces
nuestra gran cena de despedida.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Es la primera oportunidad en que la lluvia recibe al sol con una sonrisa, mis pocos años de invidente comienzan a ser bastantes para percibir en la piel la enorme brecha que el cielo abre en los atardeceres negros del invierno. Encuentro en las callosidades del pie un lamento sincero de la tierra y prolongo la huella hasta las cumbres donde el cansancio me trepa de espaldas sobre el verde.
La oruga del frío recorre los campos y dibuja autopistas que permanecen adheridas al alma, mis dedos las pululan constantemente sin descanso dominical y acaban deformando sus cauces. En la pleamar la olvidada luz de las salinas renace: un angosto alivio riega las sudorosas llagas.
Desde las enormes murallas naturales que rodean este perfumado valle resbala el viento aprisa, como en un tobogán, el rozamiento que produce sobre la pendiente va erizando las espinas que quedan a medio camino de la pus y de la sangre. Cuando las oblicuas alas de la mariposa recalan en el aire de la mañana resopla repetidas veces el pájaro cantor de las islas y arranca palabras de ánimo a la cordillera.
En la octava luna de las celebraciones la penumbra se hace en los eriales y un resignado principio de orfandad rasga los velos de la estación propicia, la brisa inquieta se adueña de los ventanucos y se va mezclando en su danza ritual con el alubión de estrellas que quiere acudir al entierro.
En la empolvada luz que la luna nos deja,
un vivo germen de una muerte prematura
se adentra en los umbrales y dinteles fríos,
luego dan paso a las alcobas del infierno.

Próspera negligencia abyecta de la infancia
que promulga el perdón divino de los justos
cuando las nubes bajas alcanzan el cielo
y detienen las llamas con sus azúcares.

Me regocijo en esta umbría pesadilla
como en la cruz sin clavos de aquesta pared
de piedra ya marcada por las cicatrices
que va dejando en el espíritu la duda.
...Y tras el campo abierto, una escalera de lujo al fondo, siempre, en las madrugadas, hay una escalera al fondo, que sube o baja de las tinieblas al bosque, con los rellanos acristalados, el pasamanos de marfil a la izquierda y unos peldaños demasiados estrechos.
Suspendidos entre los árboles, los lienzos oscilan sin el menor recato por las aristas de la noche en calma; del prolongado despliegue de los motivos saltará por fin la chispa que prenda en las hojas ya resecas y devuelva a la bóveda sus incendios primitivos.
La viscosidad transparente que abandona la cima con rutilante glamour de estrella calzará los cauces semiocultos en el follaje otoñal y, alrededor de su retorcido tronco de olivo, la esquinada geometría de los planos levantará la misma aureola fática que se pierde aprisa hacia los mares.
En el silente olvido de las sonrisas heladas que dibujan las aspas del reloj sobre las nubes duerme el gemido blanco de las sirenas. Le adorna, a contraluz, el vuelo asistido de la lechuza que llora, desconsolada, su temprana soledad de amor no correspondido.
Los aromas se acortan, se suprimen, la espinosa llanura de amapolas se desangra en los surcos recién abiertos de la tierra heráldica, la grave rigurosidad de los símbolos eleva cirios y estandartes, abomina de su pasado insalubre para desplegar sus encantos dormidos nada más amanecer en los trópicos.
De nuevo, la ingrata alegría que baña los acerados de escarcha que lame la aurora, se desmarca de su voz primera y acude al rescate de los barnizados ángulos de riesgo que desplazan, sobre ruedas, la estructura en madera más solemne de los sacrificios.
No me queda más remedio que claudicar y resignarme, otro año, a los avatares del temporal. Del escenario desapareció la casa y el trinar continuo de los pájaros: la longitud inesperada de los gestos otra vez agitará las ramas y el espesor verde de las copas mojará los algodones inodoros de esta alfombra que se mueve bajo mis pies.
Estas sombras que ocupan otras sombras
y se acomodan como huéspedes
que pasan y se quedan con un simple
saludo ameno de bienvenida,
este calor de cómplice indiscreto
sentado en la otoñal desidia que asoma
solemne por el entreabierto abrigo,
esto que me amortigua el llanto y los dolores
con la eficacia de un tranquilizante,
produce efectos secundarios:
mi perro rehusa el sol y sus salivas,
canta el canario sin parar
y hasta sonrío alegre cuando me besas.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Sobre la piel barnizada de las paredes no dejan de correr las lágrimas, se hizo la tarde compungida como un pastel abandonado y alargó su pena por las dependencias deshabitadas de la casa; se esfumaron sin efecto los fuegos fatuos invocados por el despecho y la ira, la canción amarga de los jilgueros ha quedado ahogada por los lamentos y sus ecos. La elocuencia abrumadora de otras voces desconocidas hace rechinar los muebles y, de vez en cuando, se oye una queja al unísono que se me antoja un reproche.
Te he mirado largamente, herida en alguna parte del pasado, como a un inesperado visitante matutino, las enquistadas muecas de sorpresa en el desayuno han pasado a decorar los marcos de madera de puertas y ventanas, el repentino temblor en los dedos de la mano se acopló como serpiente a los hules y manteles, a los visillos blancos que blindan, majestuosos, las monumentales horas de contemplación en éxtasis. Por aquel entonces, la leña trepidante de los olivos se unía en complot contra los inviernos.
En esta cosmogonía de la presencia y la memoria presiento una fuerza que domina las rotaciones, aumenta y disminuye velocidades y provoca intencionadamente choques. El alba desintegra, con su luz inmune, los cuerpos errantes que vagan y pululan alrededor de tu lecho, la aurora inmaculada destapa las miserias y los esqueletos pírricos de la concurrencia. Una danza macabra y maloliente se avecina inminente por las esquinas y los rincones de nuestra vida en pecado. La musical blasfemia que pronuciaré en última instancia prenderá como una tea en los interrogantes inquisitoriales y el soplo misterioso del universo avivará las llamas con su místico impulso.
He descorchado la botella del aniversario
sentado al gris y acompañado de fotografías,
no me he atrevido a eliminar el polvo que la cubre:
temo desabrigarte y que enfermes por mi culpa.

Se han agrietado, como campo sin lluvias, las copas
del borde mismo a la garganta ya hundida y reseca,
no, no han flotado las palabras alrededor del vino,
altura intacta de ojos en llama y nieve a la luz
insomne y trémula de los almanaques de santos.

La espiral de silencio ha elevado el corcho hasta la cima
y en un vertiginoso atropello de los sentidos
se ha derretido paulatinamente el iceberg:
en las orillas de mi piel agreste han recalado
las aguas nuevas, y el incienso que se extiende ahora
sobre la escena, se transforma de repente en prueba.

Aquí en este sacrílego momento yo te invoco
y derramo la sangre sobre nuestra mesa efímera
con la inteción absurda de sorberla con los labios
y proclamar solemne mi embriaguez en las iglesias
vociferando Amor tu nombre impío, y repartiendo
los cuerpos a los hombres en señal inequívoca
de resucitar a los placeres de la carne y el mundo.
Tengo frío. Ha llegado el invierno y con el cambio horario la soledad se agudiza en el vacío de las habitaciones. La larga cuerda del pensamiento se afloja y sufro la tentación de jugar a la comba con él en las desangeladas calles de la tarde huraña y húmeda.
Me ha sorprendido la marmorea noche sin cobertor de carne y hueso, desprovista de un aliento amigo al que acercar esta punta roja de la nariz cuando vuelvo helado del trabajo. Hoy, la ventanilla del autobús ha permanecido abierta como una herida de bala, nada más atravesar el umbral he sangrado desconsoladamente sobre la alfombra, metódica, geométricamente: la luz de la lámpara incendió las salas con sus sospechas, me enganché a las sombras como una quimera y entré en calor a medida que el agua caliente de la ducha penetraba por los poros.
¡Cómo golpean estos latidos del corazón la luna empañada del espejo donde me miro! El aire denso que protege la virginidad de los objetos cede palmo a palmo como un manso cordero que huele la madre. Indefensa, tiemblo como el azogue mientras me embadurno el alma y despierto con mis voces airadas los atormentados espíritus de la madrugada.
Abro los armarios pensando en otro tiempo, removiendo las conciencias de antaño con estas manos aceitosas, ¿dónde han ido a parar los forros y botones de estos trajes? Tengo que tirar todas las perchas de la casa y no dar cuerpo a espantapájaros sin vida, no hago más que escuchar pisadas de puntillas que van y vienen por los pasillos; tengo que agotar de una vez las pilas de este macabro juguete de la adolescencia; tengo que bajar y subir los postigos de las ventanas, correr visillos y cerrojos, soplar con fuerza a boca llena por los rincones, despedirme de esta compañía de teatro tan sórdida y comerciar y localizar a otra que ambiente sus historias en primavera.

sábado, 25 de octubre de 2008

El sincopado pentagrama que escribimos
arrancó de la vida un ritmo sorprendente:
altivez y alegría en la cresta de la ola,
grumos y flujos caducos en el cráter.

Y de la aguda miocarditis que padezco
tú te aprovechas con engaños y desdenes
cuando la orquesta afina, y con sumo mimo,
aquellos cáusticos y graves instrumentos.

Del blanco al negro la pasión empuja siempre
hacia la oscura ignota e ingrata dirección
que este terco y enfermo corazón bombea
una sangre ya triste de tanto fluir.

Tal vez el nuevo pulso de la mano joven
trace hoy entre las líneas de la armonía
una pieza maestra que mañana cante
las historias de amor que en este mundo sean.

La última vez que la niebla otoñal alzó los húmedos bajos de sus ancestrales faldas resonaban los clarines en los camposantos, los cansinos carruajes deambulaban por las calles sin asfaltar y un penetrante olor a castañas, asadas y calientes, se adhería a los abrigos de lana.
El sol, se adentraba, como un extraño, en las sombrías paredes de los patios agarrándose como una ventosa a las gruesas capas de cal, las alúas salían de su escondrijo y bailoteaban a nuestro alrededor despertando la lívido; en las iglesias, el cura cambiaba de túnica y hasta los cirios derretían más deprisa su insensible cera.
Las trébedes resudaban en las manos con una incontinencia bendecida, el pan y el aceite dirimían sus diferencias en una briega incesante que sofoca el espíritu; el calor de los troncos ardiendo se adueña de las horas y carraspea constantemente al paladar intacto que aguarda.
A la desnudez insólita que eriza las escamas de la tarde le responde con soltura y descaro el aliento envolvente de las nostalgias, en los ojos juveniles destellan lucecitas de plata y uva, el redondo carnaval de la pasada primavera rueda y rueda por los brazos de las mocitas como un cántaro que va y viene a la fuente con más brillo a cada viaje.
Las bandadas de pájaros, invitadas siempre a última hora a los convites, equivocan a sabiendas su dirección y se vuelven a prisa todos dejando en el cielo un lazo azul que luego pespuntean las golondrinas al traje de noche que lucirá la luna; las acostumbradas lechuzas, con su delirante coro, acompasan el paso fluctuante del lujoso séquito, y esperan en la salida a que los comensales saluden, sonrían y devuelvan su felicidad radiante a las estrellas.
Para poder contar con grave gesto lo ocurrido
tendré que contener el aire en la herida garganta
de nuestras exigencias más profundas y morales,
me ceñiré al vacío de la boca y de la mente
cumpliendo así con rigidez las leyes de la huera
cavidad y sus amplias proyecciones internacionales.

Nos redactarán largas retahílas de diagnósticos
y de pronósticos para las nuevas estrategias:
'todo mercado libre actuará según lo previsto'.

¿Y si se abren aquellas viejas cicatrices de agua?,
nos podría llover a cántaros todo el invierno:
el gran chorro de voz inundaría los parqués
y nos veríamos obligados a navegar
sobre el papel mojado de los boletines oficiales.

Para poder contar con grave gesto lo ocurrido,
bastará no haber bebido, mantenerme sobrio
y respirar por la nariz, sólo eso. ¡Ya es bastante!

sábado, 18 de octubre de 2008

En la trayectoria descendente de las ondas del campanario se encontraba -el más alerta- Iguazul, un búho cascarrabias que un buen día cayó malherido sobre los aparejos de las bestias. Distinguía mejor que una persona -o al menos a mí me lo parecía- el toque a muerto, del que hacían para las misas: sus ojos se agrandaban de espanto y se estremecía de abajo arriba con una sacudida final. No era lo mismo. Las obligaciones religiosas le dejaban indiferentemente petrificado. No me extrañó entonces como ahora.
Yo aprendí de Iguazul a dar mis condolencias al mundo en silencio y con un respingo de fastidio. No hay tic nervioso que valga ni contracción muscular involuntaria a causa del excesivo frío o calor. Jamás le desvelé mi flaqueza a nadie. Supe más tarde que la animalidad de mi reflejo adquirido no debía preocupar ni preocuparme y admití, por ello, mi perfil más instintivo.
Pero aquella vez del setenta y cinco, en las inflamadas tardes de la pubertad, llamando ya con timidez a las puertas del retablo político y monacal, un halo de misterio aburbujado envolvió de súbito el minúsculo espacio vital de mi consciencia.
Un alargado proceso de aletargamiento me aisló del mundanal bullicio. Permanecía atónito, en una sobria terquedad, durante las semanas sucesivas. Prometo que lo intenté pero no hallé lógica explicación para tan sublime acontecimiento. En las crónicas de la cía, marcadas con el rótulo de 'top secret', se hace constar hoy que un objeto volador no identificado sobrevoló la zona cuando la tupida nubosidad del norte ocultó el sinuoso brillo de la osa mayor.
Desde ese día, y en el puesto de vigía nocturno que me ha concedido el rango, producto aleatorio de una urgente metamorfosis de género, sacudo con natural talento la mirada y oteo las constelaciones, incluso, a través de la troposfera, siempre con un imperceptible latiguillo de soslayo que me obliga a cambiar quince grados la dirección cada quince minutos.
¿Habremos de borrar hoy las pisadas que ayer dimos?:
el piso limpio, la conciencia, la ebria pulcritud
de las asepsias puras y pulidos tanatorios,
la ropa almidonada sobre el perfumado cuerpo,
el ungido carbono de las universidades
bajo la planta egregia de la humana condición;
¿qué hacer entonces del relieve agreste de las almas?,
¿qué hacer de los extremos agudos que el dolor deja?,
¿y de las barricadas del fracaso o los abismos
interminables que la muerte talla en la memoria?

lunes, 13 de octubre de 2008

Anoche encontré de nuevo la misma molécula de oxígeno en los pulmones. En un peligroso malabarismo, saqué fuerzas de flaqueza, me enfrenté a ella con la arrongancia que transmite la agonía y proferí, desde las entrañas, toda la lava incandescente que me proporcionó el resentimiento.
Colgué de las paredes letanías interminables de reproches en cadena, arañé la barnizada capa de los ladrillos y dejé grabadas las angustiadas aleluyas de la infancia; busqué, sofocado, las aristas afiladas del vano orgullo entre los dientes de sierra que acomodan los primeros éxitos sociales; removí con sorna el agrio lamento licuado que fue llenándo este vaso semiopaco de la memoria.
Hice tantas cosas anoche que, al alba, ya no me queda aliento para respirar. ¡Me duele decirlo!, pero necesito de tu boca para subsistir.

domingo, 12 de octubre de 2008

Desde los treinta el estornudo se ha fijado
a mi nariza voluminosa y preguntona,
despego las portadas y contraportadas
de mi esclerótica familia y luego soplo.

Yo no quisiera pero dejo estas huellas
que de patoso y torpe adqurí no sé dónde
al tocar con vehemencia el estucado-brillo
que poco a poco apaga su lustre empolvado.

Hay veces que la oruga insomne de la duda
insolente se arrastra regocijándose
por los acartonados y apilados lomos
en busca siempre de alimento que le engorde.

Otras, la guía de lectura se aparece
carcomida y dispersa como la verdad,
ahí es cuando yo me saco el gran pañuelo
y la lupa de aumento, regalo de 'padre'.

domingo, 5 de octubre de 2008




Entré despacio, atraído por la necesidad pero con cierto recelo y agazapado en la indolencia, bueno, excusa, de menor peso, sin duda, que la curiosidad. Abrí la puerta sin esfuerzo alguno. No crugió la madera ni rechinaron las bisagras. El pequeño zaguán apretaba las ojeras con sus huecos intensos a la altura de la cabeza, se escapaba de entre mis dedos como una carpa colosal. Yo pisaba como en témpanos de hielo enfermizo y del lagrimal brotó el océano. Dejaba huellas sobre el polvo y recogía otras de las paredes de cal: la infancia no se extingue, permanece. Se adhiere a los objetos inmóviles y penetra en sus volúmenes y en sus formas como un poseso. Ni siquiera la reja acristalada se dio cuenta, pasé a su vera, respiré hondo y esperé respuesta, no hubo tal. Permaneció entreabierta, como la obscenidad impune de mis nueve años.
No encontré en el patio la sorprendente higuera salvaje que se quedó enana y juguetona para mi deleite, ni el augusto pozo en su centro, del que conocí una vez sus devoradoras entrañas; tropecé, como tantas veces, con la empedrada tierra que apisonaron mis padres sobre la primera tubería de la casa, nunca floreció una flor en ella a pesar de las frecuentes lluvias de antaño.



Le intenté sostener la mirada al pasado, flaqueaba, huía, como de las llamadas a gritos de entonces, con la certidumbre de una vuelta más 'penosa' y resignada. La luz que vio mi hermana no pudo ser la misma que yo irradiaba del rostro cuando la encontré por sorpresa: diminuta, brillante, acelerada, ¡¿cómo imaginar que la tarde oscureciera de repente?!.
Un cascarillado verde-espanto saluda cuando me vuelvo retorcido por el pinchazo agudo de los remordimientos. En este caso, empujo y se vienen en las yemas de los dedos las pequeñas astillas de pintura, el tablao se queja con un leve gemido y, tras él, la sábana infame de la tríada inyecta su imagen olorosa en mis fosas nasales, cubiertas ya desde la entrada por las manos y desprendidas del rostro.

















Del óxido del somier brinca un suspiro en alas que se convierte en ángel de la guarda petrificado, su imagen preside la estancia con una insistencia atroz. Quiero agilizar el paso por los incontenibles cráteres de desgracias anunciadas y me refugio en la lacena, amplia, profunda, blanca; retumba en sus rincones la avidez metálica de los famélicos años y me acomodo en ellos como en una mecedora roja con toca al espaldar, luego, trago saliva cargada de dolor. Me acartono como un mal queso en la nevera y cruzo la serviguera encarná como espíritu en pena, repleto de congojas y desasosiego. Al poco, caigo de bruces sobre el insípido aceite del candil que cuelga de la chimenea de la cocina, me inquieto y busco en el rincón izquierdo, y en alto, su precedente, el carburo, aún sigue ahí, como los viejos abuelos tostados al calor de la candela, y me agacho impulsivamente buscando con el culo el trillado corcho de sentarse. Pero caigo sobre el cemento. El golpe me despierta.

miércoles, 17 de septiembre de 2008


En el patio de mi casa la elocuencia
de las cintas y los granados me delata
cuando después del alba cae el sol
y riega la sombría estancia con su luz:
lóbrego el pensamiento se aviva y vuela
hasta la más alta cornisa del estudio,
allí el canto moruno de las mañanicas
se encuentra con los ecos apagados
de la fúnebre letanía que oficié.

Y la ondulada estela que las alas dejan
en el tejado rojo que nos cubre
se va enredando entre los haces luminosos
y acaba coronando el día como un sueño.

¡Qué pena más profunda cuando los olores
dejan al descubierto la humedad
de los ladrillos de la celda y sus contornos!