domingo, 5 de octubre de 2008




Entré despacio, atraído por la necesidad pero con cierto recelo y agazapado en la indolencia, bueno, excusa, de menor peso, sin duda, que la curiosidad. Abrí la puerta sin esfuerzo alguno. No crugió la madera ni rechinaron las bisagras. El pequeño zaguán apretaba las ojeras con sus huecos intensos a la altura de la cabeza, se escapaba de entre mis dedos como una carpa colosal. Yo pisaba como en témpanos de hielo enfermizo y del lagrimal brotó el océano. Dejaba huellas sobre el polvo y recogía otras de las paredes de cal: la infancia no se extingue, permanece. Se adhiere a los objetos inmóviles y penetra en sus volúmenes y en sus formas como un poseso. Ni siquiera la reja acristalada se dio cuenta, pasé a su vera, respiré hondo y esperé respuesta, no hubo tal. Permaneció entreabierta, como la obscenidad impune de mis nueve años.
No encontré en el patio la sorprendente higuera salvaje que se quedó enana y juguetona para mi deleite, ni el augusto pozo en su centro, del que conocí una vez sus devoradoras entrañas; tropecé, como tantas veces, con la empedrada tierra que apisonaron mis padres sobre la primera tubería de la casa, nunca floreció una flor en ella a pesar de las frecuentes lluvias de antaño.



Le intenté sostener la mirada al pasado, flaqueaba, huía, como de las llamadas a gritos de entonces, con la certidumbre de una vuelta más 'penosa' y resignada. La luz que vio mi hermana no pudo ser la misma que yo irradiaba del rostro cuando la encontré por sorpresa: diminuta, brillante, acelerada, ¡¿cómo imaginar que la tarde oscureciera de repente?!.
Un cascarillado verde-espanto saluda cuando me vuelvo retorcido por el pinchazo agudo de los remordimientos. En este caso, empujo y se vienen en las yemas de los dedos las pequeñas astillas de pintura, el tablao se queja con un leve gemido y, tras él, la sábana infame de la tríada inyecta su imagen olorosa en mis fosas nasales, cubiertas ya desde la entrada por las manos y desprendidas del rostro.

















Del óxido del somier brinca un suspiro en alas que se convierte en ángel de la guarda petrificado, su imagen preside la estancia con una insistencia atroz. Quiero agilizar el paso por los incontenibles cráteres de desgracias anunciadas y me refugio en la lacena, amplia, profunda, blanca; retumba en sus rincones la avidez metálica de los famélicos años y me acomodo en ellos como en una mecedora roja con toca al espaldar, luego, trago saliva cargada de dolor. Me acartono como un mal queso en la nevera y cruzo la serviguera encarná como espíritu en pena, repleto de congojas y desasosiego. Al poco, caigo de bruces sobre el insípido aceite del candil que cuelga de la chimenea de la cocina, me inquieto y busco en el rincón izquierdo, y en alto, su precedente, el carburo, aún sigue ahí, como los viejos abuelos tostados al calor de la candela, y me agacho impulsivamente buscando con el culo el trillado corcho de sentarse. Pero caigo sobre el cemento. El golpe me despierta.

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