La última vez que la niebla otoñal alzó los húmedos bajos de sus ancestrales faldas resonaban los clarines en los camposantos, los cansinos carruajes deambulaban por las calles sin asfaltar y un penetrante olor a castañas, asadas y calientes, se adhería a los abrigos de lana.
El sol, se adentraba, como un extraño, en las sombrías paredes de los patios agarrándose como una ventosa a las gruesas capas de cal, las alúas salían de su escondrijo y bailoteaban a nuestro alrededor despertando la lívido; en las iglesias, el cura cambiaba de túnica y hasta los cirios derretían más deprisa su insensible cera.
Las trébedes resudaban en las manos con una incontinencia bendecida, el pan y el aceite dirimían sus diferencias en una briega incesante que sofoca el espíritu; el calor de los troncos ardiendo se adueña de las horas y carraspea constantemente al paladar intacto que aguarda.
A la desnudez insólita que eriza las escamas de la tarde le responde con soltura y descaro el aliento envolvente de las nostalgias, en los ojos juveniles destellan lucecitas de plata y uva, el redondo carnaval de la pasada primavera rueda y rueda por los brazos de las mocitas como un cántaro que va y viene a la fuente con más brillo a cada viaje.
Las bandadas de pájaros, invitadas siempre a última hora a los convites, equivocan a sabiendas su dirección y se vuelven a prisa todos dejando en el cielo un lazo azul que luego pespuntean las golondrinas al traje de noche que lucirá la luna; las acostumbradas lechuzas, con su delirante coro, acompasan el paso fluctuante del lujoso séquito, y esperan en la salida a que los comensales saluden, sonrían y devuelvan su felicidad radiante a las estrellas.
sábado, 25 de octubre de 2008
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