sábado, 25 de octubre de 2008

La última vez que la niebla otoñal alzó los húmedos bajos de sus ancestrales faldas resonaban los clarines en los camposantos, los cansinos carruajes deambulaban por las calles sin asfaltar y un penetrante olor a castañas, asadas y calientes, se adhería a los abrigos de lana.
El sol, se adentraba, como un extraño, en las sombrías paredes de los patios agarrándose como una ventosa a las gruesas capas de cal, las alúas salían de su escondrijo y bailoteaban a nuestro alrededor despertando la lívido; en las iglesias, el cura cambiaba de túnica y hasta los cirios derretían más deprisa su insensible cera.
Las trébedes resudaban en las manos con una incontinencia bendecida, el pan y el aceite dirimían sus diferencias en una briega incesante que sofoca el espíritu; el calor de los troncos ardiendo se adueña de las horas y carraspea constantemente al paladar intacto que aguarda.
A la desnudez insólita que eriza las escamas de la tarde le responde con soltura y descaro el aliento envolvente de las nostalgias, en los ojos juveniles destellan lucecitas de plata y uva, el redondo carnaval de la pasada primavera rueda y rueda por los brazos de las mocitas como un cántaro que va y viene a la fuente con más brillo a cada viaje.
Las bandadas de pájaros, invitadas siempre a última hora a los convites, equivocan a sabiendas su dirección y se vuelven a prisa todos dejando en el cielo un lazo azul que luego pespuntean las golondrinas al traje de noche que lucirá la luna; las acostumbradas lechuzas, con su delirante coro, acompasan el paso fluctuante del lujoso séquito, y esperan en la salida a que los comensales saluden, sonrían y devuelvan su felicidad radiante a las estrellas.

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