jueves, 25 de diciembre de 2008

Enero vuelve como río
de alta montaña en primavera,
más caudaloso y refulgente,
audaz y vivo en la mirada,
desnudo, largo y trepidante
como un idilio en pubertad.

Enero vuelve entre la líbido
y rebosante, y sensual,
repleto de húmedo verdor,
palpitaciones delirantes
y balbuceos de garganta.

Enero vuelve como siempre,
candoroso y pertinaz,
ávido de contactos fuertes
que permanecen en lujuria
tras la primera muerte efímera.

Enero, loor de amores nuevos,
canción cargada de alegría
cual paso urgente y necesario
que archiva en la memoria ajada
su gris imagen seductora.
En el bolsillo izquierdo del pantalón de pana he guardado siempre la pequeña llave del apartado de correos. Un día escaparé de esta habitación y abriré las puertas que se me cerraron en el pasado. Si espero a que me crezcan las piernas y las uñas de los dedos podré alcanzar mis zapatillas con toda seguridad y garantía. En el hábito de mi memoria encuentro las alas que me llevan al jardín del parque, allí, entre los aromas de primavera, trazo sobre la tierra húmeda los garabatos secretos que me apartaron de amigos y familia.
No repares en mí cuando te vayas, camina, camina y no pares nunca: tú que puedes, regala tu resistencia al viento, ocupa los espacios que yo no puedo, canta por las esquinas la canción del impedido. Y si regresas a tu tierra algún día, cuenta que me conociste, que mi desnudez te sorprendió en los hoteles de medio mundo, que has abierto de par en par todas aquellas ventanas por donde yo miraba, que me has dejado visiblemente cansado y reducido en los albores de tu madurez.
En las estrecheces que el miedo fabrica para los cobardes, pegados a la pared como un papel azul turquesa, pululan otros recuerdos en franco retroceso frente a la vida, he perdido la batalla en los andenes, han ido saliendo, a su hora, puntuales, todos los trenes de la tarde, con sus niños a bordo, y sus madres de la mano, con sus ancianas dormitando y los cobradores de uniforme frente a las chicas jóvenes que viajan en fin de semana. No llego a tiempo, se me entretiene el taxi por las avenidas.
Pero algo extraño está ocurriendo hoy, el taxista me ha pedido que baje el cristal y mire, el aire es más denso, más penetrantes los olores, mi cavidad pulmonar se cierra aunque abro la boca al máximo, los límites de las imágenes desaparecen, las formas se diluyen, la respiración se para.
Este alazán purasangre, de crines de puñal y a galope tendido por la llanura me golpea las sienes con sus cascos, avanza sin frenos por los angostos pasillos que conducen al presente. Despierto y la arrugada pana del pantalón huele a orín, los bolsillos están vacíos, las deportivas rotas y no veo a nadie en muchos metros a la redonda.
Era niño y llovía mucho,
la humedad nos hirió los campos
y las hambres la propia estima,
de enfermedades contagiosas
se nos llenaron las escuelas,
los patios y los viejos sueños;
el llanto y las anginas rojas,
los mocos y la pus pajiza
nos dibujaban en el rostro
eléctricas sonrisas blancas
sabor amargo de acuarela.

Y desde las oblicuas tardes
de anaranjado sol pomelo
caían chispas de la fragua
como ojos de lechuza muerta.

Hablaba poco y meditaba
sobre la cumbre helada y libre
de los lúgubres campanarios
que ofrecía la iglesia amable,
pero a poco que el vuelo raso
continuara los ecos duros
de la infame conciencia gris,
mil llamaradas de colores
legitimaban el arcoiris
del firmamento anubarrado.

Y se hizo la tormenta negra,
como un presagio en libro abierto,
por enfriamiento prematuro
de la esperada pubertad.
La perspectiva engaña, en las imágenes no es el tamaño lo que importa más, la situación, los alrededores, los contactos, te definen más que tu propio nombre. Las capacidades, en el mundo cuentan las capacidades, de movimiento, de reflexión, de convocatoria. Y a pocos metros de casi todo, el espejo, el juicio: la torpeza, la calvicie, los granos, la celulitis, cada color asoma su relieve brusco, mientras alguien no para de almacenar luz y más luz para los espejos y los juicios: el alba, las antorchas, los telescopios se brindan como cuerpos del delito.
Y cuando tras el hombre llega el niño, éste va y descubre que en la caja oscura no había objetos, introduce sus dedos en el juguete y desaparece el encanto en un momento: ni el pájaro canta, ni se separan las aguas, ni todas las historias tienen un final. Mientras dura la niñez adviertes sorprendido lo que pasa: acabas de invitado forzoso en un museo del que te hablaron repetidas veces: a tu izquierda descubres la envidia, dama entrada en años y con atractivos afeites a la vista, a la derecha el nepotismo, robusto caballero de formas ágiles y recortadas, dos metros al fondo, la ignorancia deslumbra por la osadía con la que mira desde abajo, un paso adelante, me tapa casi por completo la belleza, no tiene sexo pero seduce por el desasosiego que deja en la curiosidad.
Si las persianas del universo bajasen hasta el suelo su lengua, en el salón de baile sólo reinaría la música, alguien daría cuerda a los relojes y los pasos estudiados de cien danzas distintas volverían a brillar de nuevo en la oscuridad. Desde sus asientos, los infantes agarrarán sus manos con fuerza y girarán en círculo hasta las lámparas del techo, allí soplarán mágicamente sobre las estrellas y entonces se iluminará la Tierra.
En el aroma de tu cuerpo
y en esa pulpa de uva negra
que besa el plato frío de la noche
encierra el universo su misterio.

Cuando al abrir tus párpados el cielo
revela en sus paneles la figura
del hacedor cainita y destructor
de encrucijadas y caminos,
la carne se destroza en las aristas
dividida en planos que los ángeles
le entregaron al hombre en sus comienzos.

Luego, la estirpe de los muertos,
en un combate desigual,
reclamará la hora en sus olores
extinguiéndose de la tierra al fin.

Y cuando al alba las estrellas
recojan la vajilla y los manteles
dejando sin su postre preferido
el gran séquito celestial,
pues serán convocados los océanos
ya con todos sus vientres submarinos
como abiertos de par en par
por los primeros rayos de sol,
y se habrá consumado entonces
nuestra gran cena de despedida.